diumenge, 29 de maig del 2011

Viaje a Túnez. "I NEED SAHARA -said Bob Sahara".




I NEED SAHARA –said Bob Sahara.

14.junio.2010

Estamos en el aeropuerto, esperando que sea la hora de embarcar. Saldré del continente por primera vez en mi vida: África, Túnez.

Ya hemos subido al avión: el vuelo se ha retrasado cinco minutos. Efectivamente, hay una amenaza de bomba. Nos hacen bajar, de tres en tres, a identificar nuestras maletas.

Hace mucho calor. Quiero irme ya.

Ya estamos en el hotel. Es espectacular. Mientras veníamos del aeropuerto hasta aquí, en un autobús, he aprendido cuatro cosas básicas de Túnez:

1. El color blanco para las fachadas les fascina.

2. Todo está en obras, a medio construir.

3. La publicidad que he ido viendo es hilarante, con un cierto tufillo a manipulación barata.

4. Hay contrastes alarmantes: pasas por el Ministerio de Transportes, todo lujo, y al otro lado de la calle ves las chabolas, algunas sin techo, donde duermen demasiadas personas.

Es de noche. Estamos en la habitación del hotel. Me he duchado, y tal vez sea por el aroma del champo, pero el ambiente me huele a fruta fresca.

Esta tarde hemos ido a tomar un café en el bar turco del hotel: ha sido el primer café solo que he tomado en toda mi vida. La verdad, estaba asqueroso. El camarero ha insistido en hacerse una fotografía conmigo (muy halagador, todo sea dicho), y me ha explicado –con paciencia oceánica- cómo funciona el sistema monetario de aquí.


15.junio.2010

Segundo día.

Estamos en el autobús. Esta mañana hemos visto un museo habilitado en el interior del antiguo Palacio de un Rey Turco. Precioso. Tienen el único retrato de Virgilio (es un mosaico), y tres mil preciosidades más. Resulta muy curioso (y algo preocupante) ver cómo tratan las antiguallas a las que denominamos arte griego: abundan los mosaicos en el suelo y en las paredes, en España se tratarían con suprema delicadeza, cubriéndolos de plásticos o de cristales, en cambio, aquí, caminamos por encima. Es más, mientras pintan las paredes, no cubren los mosaicos del suelo, y no dejan de gotear pintura por aquí y por allá. Mosaicos más viejos que Jesucristo, y ellos los manchan de pintura blanca. Cada vez tengo más claro que lo que más valoramos es aquello que no tenemos.

Hay un retrato del presidente absolutamente en todos sitios.

En las tiendas de la salida del museo una mujer nos ha puesto, a mi madre y a mí, un perfume que huele muy fuerte. Huele muy bien.

Cartago. Hemos visitado un cementerio de niños sacrificados al Dios Ba’al Hammon y a la Diosa Tanit. Más de 70.000 recién nacidos sacrificados (y para más estupefacción, todos y cada uno de ellos eran hijos de nobles). Un hombre religioso los degollaba y los depositaba sobre los brazos de una estatua, por donde goteaba la sangre. Bajo la estatua, a sus pies, había una hoguera, en la cual terminaba el cuerpo del bebé sacrificado. Las cenizas, dentro de una urna de barro, se enterraban en este cementerio que estoy pisando. En las tumbas hay máscaras, tanto femeninas como masculinas; los malos espíritus se van al verlas, y los buenos son atraídos por ellas. Desde luego, también veo por todas partes los símbolos de los dos Dioses. En el Museo del Bardo nos acaban de contar toda la historia: se creyó, durante un período de tiempo considerable, que los romanos habían exagerado sobremanera el tema de los sacrificios humanos cretenses, y todo por justificar su invasión. Ahora sabemos que no exageraban: se han encontrado grabados (los tengo delante, se conservan en este museo) que apoyan las tesis romanas.

De vuelta al autobús y a la carretera. Acabo de ver un lobo salvaje: la imagen más terrorífica que he visto jamás. Esos ojos… Locos, desorbitados, amarillentos, con hambre, con sed, con unas ansias que no prometían nada bueno. Esos ojos no creo que los olvide jamás.

Mientras el autobús va avanzando me voy dando cuenta de dónde estoy. Pueblecillos perdidos en medio del desierto, de la nada. Ni electricidad, ni luz, ni siquiera agua corriente. Este es un país pobre

Hemos pasado una urbanización donde había un bar para cada dos viviendas. Y huertos. Huertos públicos: sin rejas, sin vayas. Huertos donde cada pueblerino puede plantar y recoger lo que posea o necesite. Cooperativismo. La más pura anarquía.

Cada vez soy más consciente de la pobreza de este lugar. No creo que me acostumbre. No quiero acostumbrarme. Siempre he sido consciente de que existe el tercer mundo, pero nunca me había sentado a reflexionar con profundidad sobre ello. Lo que he visto en la televisión, lo que me han contado o las fotos de las revistas; esas típicas historias de niños negros, descalzos, jugando a pelota sobre el suelo del desierto, no son historias, son realidades. Unas realidades que estoy viendo ahora mismo, y al mirar sus pies descalzos y saber que seguramente son más resistentes que algunas de mis chanclas, no sé si tengo ganas de sonreírles o de llorar. O de disculparme.

Ya hemos comido.

Estamos en una cooperativa de alfombras; una preciosidad. El vendedor (un vendedor nato) nos ha hecho una exposición de su material, pero yo he preferido quedarme en el taller, hablando (como buenamente podíamos) con una señora que estaba trabajando en la confección de una alfombra. Ha sido extraño. Ella me hablaba, y me miraba, y yo le hablaba y le miraba, y sabía que ninguna de las dos estaba entendiendo ni una sola palabra de lo que la otra le decía; sin embargo, nos entendíamos. Creo que eran sus ojos.

Hemos visto tribus nómadas. He visto a un nómada, en singular.

He estado hablando con el guía, Adel, un hombre muy agradable y que, por ambiciones del destino, la última vez que estuvo en España, de vacaciones, fue en mi pueblo (un pueblecillo de 60.000 habitantes un poco más al sur de Barcelona). Adel, muy servicial, me ha estado explicando algo sobre la cultura tunicina. Los cinco mandamientos básicos del Islam, por ejemplo.

1. Alá es el único Dios y Mahoma su último profeta

2. Cinco oraciones al día (preferiblemente: salida del sol, comida, tarde, puesta de sol y noche).

3. Hacer el Ramadán.

4. Limosna –es muy importante para ellos el dar limosna a los pobres.

5. Peregrinación a la Meca una vez a la vida (como mínimo). Eso sí, siempre que el creyente se lo pueda permitir (económicamente); en el caso contrario, se le perdona.

Otras cosas características –y que a mí, como buena guiri que soy, me parecen curiosas- son la ablución (el acto de lavarse antes de cada oración), y los cuatro signos básicos del Islam: el color verde, la media luna, la estrella de cinco puntas y la mano de Fátima (hija de Mahoma). La mano, con sus cinco dedos, simboliza la suerte, cuyo número representativo es el cinco.

Más museos. Más lugares donde me han dejado de piedra al decirme que, para realizar fotografías, debía pagar unos derechos. No es que me queje (prefiero la entrada gratuita y los derechos pagados que al revés), pero me resulta curioso. Inesperado. Parece que aquí todo es inesperado. Curioso.

Nunca me ha molestado que los hombres, y en menos medida las mujeres, me miren por la calle con cierto deseo. De hecho, me gusta, e incluso reconozco que hay ocasiones donde lo busco hasta encontrarlo. Pero también me he encontrado en situaciones donde se me hizo incómodo; donde me lo tomé como una falta de respeto a través de un acto que iba más allá de la mera contemplación del cuerpo ajeno. Aquí es diferente, desde luego. Inesperado y curioso. No hay hombre que no me mire (exceptuando al guía, que me trata con un extraño calor paternal), pero todos, sin excepción alguna, lo hacen de una forma especial. No es la mirada española del obrero medio español, donde el pensamiento sexual está implícito en la mirada; lo hacen de una forma muchísimo más romántica. No hay sexualidad en sus ojos, más bien sensualidad. Es como si su mirada te dijese lo bonita que eres, y no las ganas que tienen de verte desnuda. Curioso e inesperado, otra vez.

Estoy segura de que este viaje me creará adicción, y el mono será duro. Espero no llegar a desintoxicarme. Todo lo contrario: seguir viajando, más y más, y más y más.

16.junio.2010

No son ni las seis de la mañana. Estamos en el hotel, a punto de salir. Iremos a caminar por el desierto, y tal vez también en 4x4, por las dunas.

Ya pasa de la una y media del mediodía.

He visto los tres tipos de desierto que hay en este fabuloso país: de piedra, de sal y de arena. Un hombre, que me ha pedido matrimonio, me ha regalado un velo para la cabeza, para cubrirme del sol. La verdad es que, contra todo pronóstico, a cuanto más tapado llevas el cráneo, menos calor tienes. Supongo que es lógico: si fuese al revés nadie llevaría velo aquí.

El desierto de sal es precioso. Inmenso. Parece infinito. Y la sal te hace ver espejismos, agua, y es como tener el mar enfrente, un mar por el que puedes caminar sin hundirte. El Sahara, que es el desierto de arena, también es precioso. Es demasiado grande como para pensarlo siquiera. Un hombre que me he cruzado mientras andaba por las dunas me ha regalado una flor del desierto (un mineral muy bonito). No sé cómo tomarme estos regalos, ni muchísimo menos cómo agradecerlos. Nunca en mi vida había visto nada tan desinteresado.

Hemos visto, bastante de pasada, los decorados de Star Wars que hay en mitad del Sahara.

Hablando con el guía que nos ha enseñado las cuevas rocosas más relevantes de un desierto de piedra (en Chabika), he aprendido muchísimas cosas sobre la cultura del pueblo bereber. Los bereberes, antes que musulmanes, fueron cristianos; pero desafortunadamente acabaron convirtiéndose por obligación, y por convivencia. Pero los bereberes venían del norte, por eso vemos tanta gente en pleno desierto Africano que es rubia, o tiene los ojos claros, o ambas cosas. De hecho, he visto a un par de hombres árabes de piel y con unos ojos azul claro que podrían enamorar al mismo diablo.

Aquí, en Chebika, hemos visto un pueblo en ruinas, en la cima de una montaña. La historia del abandono del pueblo es simple: un día llovió mucho, el pueblo se inundó y los habitantes se mudaron a las cuevas naturales de las montañas. Más tarde construyeron otro pueblo, Chebika, al lado del anterior, y fin de la historia.

Volvemos a estar en el autobús, rumbo de Nefta.

Estamos en la habitación del hotel; es de noche y estoy tan cansada que podría asesinar a mordiscos por poder dormir un rato. No obstante, antes de abrazar a Morfeo, me gustaría señalar un par de cosas. La ruta en 4x4 ha sido espectacular. El conductor hablaba algo de español, y entre eso y el inglés nos ha contado una historia de novela: trabaja en una fábrica, y excepcionalmente conduce los 4x4 por los desiertos, porque tiene muchos hijos (ahora mismo no recuerdo el número exacto, pero era desorbitado para cualquier español) y no los puede mantener. O mejor dicho: los puede mantener pero no les puede pagar una educación. Las bajadas de las dunas en el 4x4 me provocaban esas mariposas en el estómago dignas de un parte temático (de mediana cualidad).

Oh, y recordar a la señora mayor, de casi noventa años, que ha subido dos kilómetros de montaña de pura piedra, ha montado en el 4x4, ha caminado por las ardientes arenas del desierto, ¡y todo sin ayuda de nadie! A ratos me imaginaba perdiendo un maratón de 100 metros lisos contra ella. Ojalá de mayor tenga la suerte de ser así: cabeza bien y cuerpo bien. Y, sobretodo, ese saber disfrutar de la vida.

He llamado a mi padre desde un taxiphone de Nefta. Mi padre no sabía que estaba en Túnez y, la verdad, tampoco se ha sorprendido mucho.

También hemos visitado los dos únicos oasis naturales de toda Túnez (hay bastantes de artificiales). Preciosos, desde luego. Más de uno nos hemos bañado en cuanto hemos visto agua fresca.

En Nefta me han explicado algo realmente impresionante sobre los velos. Son distintivos. Es decir, un velo entero (que, a la par que la cabeza, también cubre el cuerpo) y todo negro con una raya azul, es distintivo de la gente autóctona de Nefta. En cambio, el mismo velo pero con la ralla blanca, lo llevan los habitantes del otro oasis natural. El velo simple, que sólo cubre la cabeza, también tiene sus simbolismos: si es negro, es porque la mujer que lo lleva está casada o es viuda; si es blanco, es que es soltera; y si es amarillo (este es el más inquietante) es porque la mujer es una viuda o una divorciada que quiere volver a casarse.

Y hablando de cosas inquietantes: en el desierto, el velo simple sirve, exclusivamente, para la arena y el calor del sol, no tiene importancia religiosa.

Las puertas de las casas de Nefta tienen tres partes: la superior, donde llaman los hombres, la central, donde lo hacen las mujeres, y la inferior, para los niños. Cada una suena de una forma distinta dentro de la casa; así, quien va a abrir, sabe quién llama y sabe qué protocolo usar. Sobra decir que en la actualidad estas tres puertas en una han caído en completo desuso, pero es interesante saber que al finalidad de todo aquél embrollo era para que la mujer, que siempre estaba en casa, si era un hombre el que llamaba a la puerta, pudiese ponerse el velo correspondiente antes de salir a recibirlo.

Al segundo oasis natural al que hemos ido, del que, desafortunadamente, no recuerdo el nombre (aunque me figuro que no será muy difícil encontrarlo en Google), tienen una plantación alucinante de palmeras; se dedican al comercio de dátiles. He visto como un chico de mi edad, no más de veinticinco años, subía hasta arriba del todo de una palmera de unos veinte metros, sin protección, sin redes de seguridad ni arneses, ¡y descalzo! Hemos bebido zumo de palmera con él y hemos fumado hierba de palmera en una pipa de barro (que todavía guardo).

En cuanto a las palmeras: en todo el oasis hay alrededor de 70.000 palmeras, dominadas (con sus consecuentes ganancias económicas) por no más de setenta familias, que explotan a los quinteros, los currantes que bajan los dátiles de las palmeras y que, aunque duela hasta escribirlo, cobran un mísero cinco por ciento de las ganancias, a final de temporada y si todo va bien (es decir, si la familia propietaria considera que todo ha ido bien).

17.junio.2010

Hoy hemos cruzado el desierto de sal. No sé muy bien por qué, pero me ha dado por beber agua salada, y testifico que realmente está muy salada: hace honor a su nombre. Doy fe.

En cuanto a este desierto (que es un inmenso lago salado de 200 kilómetros de largo por unos 80 de ancho), sólo apuntar que ¡lo quisieron unir con el mar Mediterráneo! –están a 17 kilómetros de distancia. La razón era comprensible: para que la economía interior pudiese prosperar. Lo completamente descabellado es que el desierto de sal está veinticuatro metros por encima del nivel del mar, sería absurdo intentar unirlos. Absurdo e imposible (improbable, siendo generosos). La pregunta lógica es el por qué es salado un lago seco que no da al mar. Bien; durante el invierno se llena de agua, que durante el verano se evapora. Otro dato bonito son los tres colores de agua que hay: rojo, si debajo hay hierro; azul, si debajo hay petróleo, y gris, si debajo hay carbón. También doy fe de este colorido.

También he tenido el dudoso honor de que intenten comprarme a cambio de camellos. La primera oferta era de 4.000 camellos, y me ha resultado un poquitín ofensiva. La última era de 500.000 camellos –mi autoestima se ha recuperado, desde luego. En este mismo pueblo me he comprado una casaca típica, con el color de los tuarec (azul marino).

He visto plátanos diminutos; he jugado con tortugas de tierra; he visto un zorro del desierto.

No ha faltado la visita diaria a un museo: el Dar Cherajet (Museo de Arte Tradicional). Me he sorprendido al averiguar que, dependiendo de si la sal es dulce (como la que usan al norte de Túnez) o salada (sur de Túnez) el barro sale rojo o blanco, respectivamente.

Tampoco podía faltar la sección cultural del día: las bodas. Es curioso (casi tanto como la de veces que estoy usando este adjetivo) descubrir el abismo que hay entre lo que pensamos que es la cultura árabe y musulmana en España, y lo que realmente es la cultura árabe y musulmana. Las bodas en el norte de Túnez, la parte más civilizada (en tanto que son ciudades grandes y no hay desierto, sino que hay mar), son más modernas: duran dos días y una noche. Lo interesante de verdad pasa al sur de Túnez, donde persiste lo tradicional: siete días y seis noches.

o Primer día: hena y depilación. Una mujer depila, por completo a la novia, y luego ésta se tiñe de hena las manos y los pies, lo cual es meramente decorativo.

o Segundo día: baño moro. Hay tres salas: la caliente, la templada y la fría (recuerda descaradamente a los romanos). Está baño se lo da el hombre, que en cuanto acaba, se le hace un masaje con un guante de piel de cabra o de lana.

o Tercer día: contrato de boda. Se puede firmar en casa o en el ayuntamiento, es indistinto, aunque siempre en presencia de un notario.

o Cuarto día: ajuar. La novia debe escoger todo aquello que llevará de casa de su padre a la casa de su esposo, y presentarlo delante de sus amigas antes de realizar el traslado.

o Quinto día: despedida de la novia. Es, básicamente, una cena con música para diversión de los invitados.

o Sexto día: descanso, o más que descanso, es un día dedicado por entero a los preparativos del día siguiente.

o Séptimo día: virginidad. Se realiza la prueba que confirmará a no la virginidad de la novia (prueba, debo aclarar, poco científica). Se le paga el dote a la novia; es decir, el marido le da cierta cantidad de dinero (ya sea en metálico, ya sea en camellos, ya sea en otras sustancias) a su mujer para garantizar que, en caso de divorcio, ella tenga algún sustento con el que vivir.

Tras la boda, se les concede a los recién casados siete días sin visita alguna (a excepción, faltaba más, de las madres de cada uno de ellos). A los siete días, pues, las amigas de la novia van a la casa, invitadas por ella, y le entregan sus regalos.

En caso de divorcio (algo se ha mencionado ya) hay varias salidas, depende de quién lo reclame. En todo caso, cabe aclarar, que está permitido tanto por la ley tunicina como por la religión musulmana. Si es la mujer quien se quiere divorciar: también es ella quien se queda con la casa y los hijos (al menos hasta los catorce años). En cambio, si es el marido quien reclama la separación: éste debe mantener económicamente a su exmujer hasta que muera o, siendo más optimistas, hasta que ella vuelva a contraer matrimonio; y desde luego darles una paga a sus hijos.

Por otro lado, y siguiendo mis intereses naturales, me he animado a preguntar por la literatura local, y lo único que he sacado en claro ha sido una vaga recomendación: el ilustre poeta Abur Kasim Shebi, autor del himno de Túnez.

Esta tarde hemos paseado por el Sahara en dromedario. La verdad es que da más respeto del que cabe imaginar. Son increíblemente altos, y su forma de mover y enroscar el cuello es extraña. Y sospechosa, sobretodo sospechosa: te da por pensar si se les romperá el hueso del cuello, morirán, caerán y tú caerás con ellos. O si de golpe lo enroscaran tanto que te estarán mirando a la cara. Sea como sea son unos animales con una resistencia heroica. Fueron los judíos quienes los introdujeron en África (desde Ásia, su origen natural), aunque ahora están considerados animales típicos africanos (en concreto del Sahara). Es de conocimiento popular que pueden estar dos semanas sin beber agua, pero no deja de ser fascinante por eso. La verdad es que cuando sabes que no sudan, mean excesivamente poco y tienen una cantidad asquerosa de grasa en la chepa, es más fácil de entender. Sin contar que, cuando beben, pueden tragar más de cien litros de agua de una sola sentada…

La excursión en dromedario ha sido bastante larga, así que me ha dado tiempo a encariñarme con ellos, o a que me diesen menos asco. El de mi madre se llamaba Tuli, y el mío Álex. Tuli, la verdad, era un dromedario horrible: iba caminando justo detrás de Álex, y no dejaba de lamerme la pierna. He sentido puro terror: no sabía si es que le caía bien o si es que estaba ablandándome la carne para morderme acto seguido. Morderme y tragar, desde luego: es decir, comerme. Al final le he cogido cariño –cuando ya volvía a estar lejos de él y seguía teniendo dos piernas.

Durante esta pequeña excursión tan babeante han pasado dos cosas que me han hecho reír sinceramente. Esas típicas experiencias que, años más tarde, cuentas bajo el título de “anécdotas de la juventud”. Hay una mujer en nuestro grupo de turistas, portuguesa –y que, como información adicional, no se depila las piernas-, que es muy rarita. Estábamos en pleno desierto, y los dromedarios han parado unos minutos a descansar. No creo que yo haya sido la única que se ha dado cuenta de que no estaban nada cansados, sino que esos jóvenes simpáticos que se acercaban con coca-colas debían ser amigos de los guías, y ahora pretendían encasquetarnos la mercancía. Pues bien, la portuguesa ha aceptado, entre muchos agradecimientos, una coca-cola que le ofrecía uno de estos chicos. El conflicto aparece cuando él le dice que se la pague y, ¡oh!, ella se niega. Creedme, la mujer pensaba de corazón que la coca-cola era un regalo desinteresado. Al final no le ha pagado, y desde luego el chico se ha desahogado. En su idioma, no lo entendíamos, pero se ha desahogado.

La segunda trampa para turistas era un chico (muy atractivo, por cierto) que nos ha alcanzado a caballo. Iba vestido de forma típica sahariana, es decir, tenía todas las posibilidades de ser exactamente eso, una trampa. Un hombre algo grueso (la palabra “gordo”, aunque se le antojaba, es algo fea de usar) que iba con nuestro grupo de turistas novatos, le ha hecho una foto a nuestro joven caballero, y éste le ha pedido “un dinar” a cambio. Desde luego, Vernon Dursley se ha negado a pagarle nada, el chico ha insistido, así que Vernon ha atacado con un argumento, usando la infalible arma de la razón humana: “no te estaba haciendo la fotografía a ti”, le ha dicho, “sino al árbol que hay detrás de ti”. Lo único que podía pensar en ese momento era en huir desierto adentro y no volver a salir jamás –nunca se me ha dado muy bien soportar la vergüenza ajena-, pero Álex se negaba a obedecerme: no tenía escapatoria. El chico del caballo, en cuanto se giró y comprobó que estábamos en un desierto y que no había árboles, se limitó a irse (debió pensar que discutir con semejante ente era una hazaña de demasiada magnitud para un solo hombre).

El paisaje era impresionante. Era como tener sinestesia entre imágenes y palabras y que alguien te pronunciase “calma” al oído. Sólo el viento era testigo de que lo que pasaba allí; sólo él. El sol reflejado en la arena crea visiones de agua, pero al saber que son sólo eso, visiones, le añade un toque fantasioso al desierto que no hace más que resaltar su belleza.

Y hablando del sol: ha quedado totalmente claro que entre la chilaba que nos habían dejado, de cuerpo entero, y los velos de la cabeza, no se tiene nada de calor. Algo increíble.

Es la una de la madrugada y acabamos de volver del desierto.

Hemos ido a una cena típica bereber. Se ha hecho un espectáculo que ponía los pelos de punta: un caballo corriendo, y un hombre y dos niños subiendo y bajando del caballo –sin que el caballo se detuviera, desde luego. Ha habido música en vivo, me han sacado a bailar; ha sido divertidísimo; y había dos dromedarios blancos que eran preciosos.

La cena estaba exquisita. Algo de sopa y algo de postres y, entre medio, carne de dromedario. Buenísima. No es muy diferente de la de vaca, tal vez algo más seca y con menos grasa, pero mi paladar me ha prometido que no la va a olvidar, y que quiere otra dosis, como mínimo, antes de pasar al otro mundo.

Otra cosa alarmantemente hermosa de la cena era uno de los bereber que rondaban por allí: completamente vestido de negro, ¡y sólo se le veían los ojos! Y que ojos… También negros, desde luego. Algo atractivísimo. Me he hecho un tatuaje de hena por el patético motivo de que el tatuador era él –una flora en el antebrazo izquierdo. Más tarde, entre tanto baile, le he visto la cara y he confirmado mis sospechas: era una belleza. También rondaba por allí un camarero que, mientras nos ofrecían el té de después de cenar, no dejaba de hacerme volver a mis mejores tiempos de la edad del pavo enviándome miraditas insinuantes y besitos cuando se animaba. Adel, el guía, se ha percatado de tal sutiles miraditas –creo que su nombre completo es Adel Holmes- y han empezado las bromas que toda adolescente respetable teme: “yo te lo presento, que tranquila, que lo llamo y que venga”, y un molesto y largo etcétera.

Cuando hemos llegado al hotel después de cenar, la mayoría ha subido rápidamente a sus habitaciones, pero de entre los pocos que íbamos los últimos, alguien ha propuesto de ir a pasear por el desierto, y no hemos tardado más de diez segundos en retroceder lo andado y salir a la calle.

Ha sido increíble.

Estábamos llegando a la entrada del desierto y se nos han acercado unos chicos, autóctonos del lugar, a ver a dónde íbamos y, en definitiva, a sociabilizarse con nosotros. Nunca había conocido a personas así. Son tan diferentes a cómo te esperas que sean que te roban las palabras. Llegué a África pensando que sabía lo que era la cultura musulmana, los árabes, el desierto y sus tribus, y volveré a España teniendo la certeza de que ni veinte años viviendo en el Sahara me ayudarían a comprender cada detalle de esa cultura; cada resquicio de sus tradiciones.

Se nos acercaron dos chicos, pues; de uno no recuerdo el nombre, tan sólo que hablaba inglés, francés y árabe, y todavía sabía algunas frases sueltas en español. El otro chico era Bob: Bob Sahara. Me hizo gracia su nombre así que le pregunté por qué se hacía llamar así, y me dijo que le gustaba mucho Bob Marley, y que su apellido, aunque en su DNI no fuese Sahara, debería serlo, porque el Sahara era una parte importante de él, y era como su tercer progenitor. Bob también hablaba una cantidad de idiomas que me humilló: ruso, árabe, español, inglés, italiano y francés. Seis idiomas, ni más, ni menos. Si bien, debo reconocer que no creo que en Rusia se desenvolviese con demasiada soltura, pero se defendía. ¿Escuela de idiomas?, no: la calle. Cuando se vive del turismo, o se aprende rápido, o el resto te pasa delante.

Mientras andábamos Sahara adentro, descalzos entre la arena, Bob no dejaba de hablar. Y bien mirado, entre sus rastas y su toque hippie, si que tenía un cierto parecido a Bob Marley.

Nos contó que cada noche pasaban un rato allí, sentados, en la arena: a veces cantaban, conversaban, bailaban, y otras veces, simplemente, estaban allí sentados, escuchando la música del desierto, “que es la calma”, nos confesó. Se notaba que el Sahara era uno de sus temas predilectos. Y aunque ahora mismo no recuerde muy bien el contexto en el que lo dijo, no podré olvidar nunca su cara, sus ojos y su sonrisa radiante de oreja a oreja, al susurrarme cual secreto importantísimo, que él debía ir allí cada noche, al menos una hora, porque necesitaba al Sahara. “I need Sahara”, esas fueron sus palabras textuales, y son francamente preciosas –simples y preciosas.

Antes de llegar a las dunas a las que queríamos llegar, pasamos por una situación algo incómoda. Bob, con la buena fe que lo caracteriza, se ofreció a explicarnos anécdotas y a responder cualquier pregunta estúpida que tuviésemos sobre la vida de la gente de allí. Su ofrecimiento fue un gozo, por lo menos hasta que una de nuestras compañeras turistas le insinuó (más que insinuó, lo dijo muy descaradamente) que si nos pensaba cobrar después. La cara de Bob fue de espanto puro: “¿qué? Yo ahora no estoy trabajando”, dijo, “no trabajando. Yo no cobrar. Esto no es trabajo”. Nunca me había costado tanto entender que alguien le costase entender tanto algo. Es decir, me pareció un serio motivo de reflexión la pena y la tristeza que ese pobre chico reflejó en su rostro. ¿Cobrar? Fue como si le hubiésemos pegado un puñetazo, como si lo hubiésemos traicionado de la manera más vil y rastrera, al más puro estilo Joff Lannister. Tampoco podré olvidar nunca esa cara –de hecho, no creo que olvide nada de lo que hizo Bob esa noche, de lo que hizo por nosotros: a mí me cambió la vida, me la mejoró.

Cuando quedó claro que nadie iba a cobrarle a nadie por nada, seguimos andando hacia las dunas. Entonces llegó la segunda ofensa de la noche. Antes de llegar empezamos a oír risas, música, voces y cantos: y algunos se asustaron (tengo el indudable honor de no incluirme en ese grupo, no sé si por bondad y confianza, o por una estúpida temeridad). “¿Hay más?”. La pregunta no pudo sonar más acusadora, lo que se pensaba era claro: nos habían llevado con sus amigos para robarnos. En el hotel, debo decir a favor de mis compañeros turistas, nos advirtieron de que no saliésemos de noche, porque la gente de allí era muy peligrosa, nos aseguraron. Bob volvió a poner una de esas caras tan suyas, tan inolvidables y expresivas en cuanto entendió lo que se le insinuaba. Sobra decir que lo único que el pobre quería hacernos era darnos una grata sorpresa: pasaríamos una noche con unos veinteañeros saharianos, cantando y bailando canciones populares de allí.

Por segunda vez el malentendido tardó muy poco en solucionarse.

Llegamos a la duna, nos presentó a sus amigos, y nos sentamos con ellos. Efectivamente nos cantaron, bailamos, y sentí cosas que sería inútil intentar describir, porque no hay palabras para eso. Alí, un joven negro que estaba en el grupo –y que sin disimulo alguno intentaba ligar conmigo; lo cual digo de muy buena fe, sin rencor y más bien con encanto- me enseñó a ver la constelación del carro y la Via Láctea. Era una visión preciosa. El Sahara de noche era, y es, precioso.

Tumbada en la arena, oyendo las risas de hermandad entre desconocidos, oyendo las palmas de Bob y su voz ronca y rasposa cantando en árabe, oyendo como Alí me explicaba historias sobre las estrellas, tumbado a mi lado, cogiéndome la mano y señalándolas con un dedo; fue allí, tumbada allí, en esa duna, donde decidí que confiar en la gente solía traer más alegrías que disgustos, y donde decidí no volver a juzgar más, nunca más. Me prometí sustituir mis juicios por ansias de aprender; ansias que me llevarían, algún día, a lugares remotos, donde viviría experiencias como la de esa noche, en esa duna, tumbada mirando las estrellas.

Alí fumaba muchísimo y no dejaba de ofrecerme cigarros que yo, muy en contra de mis deseos, no iba a aceptar por la respetable presencia de mi madre en el grupo. Acabamos quedando todos en reencontrarlos la siguiente noche.

Bob –supongo que ya habrá quedado claro que era un chico muy parlanchín- nos expresó con abundante efusividad la ilusión que le hacía que estuviésemos esa noche allí, con ellos: “los turistas no salen nunca de noche de los hoteles, porque los hoteles no lo aconsejan”, ¡cuánta razón tenía!, “es una pena, porque se pierden la parte más bonita de aquí; cuando no trabajamos. De día está bien, pero no se conoce el Sahara realmente, con el autobús y el guía veis cosas, pero no las conocéis”. Ese chico era un sabio.

Alí me explicó que su familia vivía cinco kilómetros hacia dentro en el desierto, y eso me alucinó. Sin guía, sin luz, sin nada para orientarse más que las estrellas, ese chico era capaz de recorrer cinco kilómetros en plena noche, cada vez que necesitaba ir de su casa a la ciudad. Me contó que, a pesar de que su piel fuese de negro y no de árabe, él era árabe: su familia llevaba viviendo en Túnez, en el Sahara, muchas décadas, su única diferencia con Bob era que Alí era descendiente de una de las numerosísimas familias negras que habían sido llevas allí como mano de obra esclava. Y se sentía muy orgulloso de ello.

Cuando le pregunté que cómo había aprendido tanto sobre las estrellas como para poder guiarse única y exclusivamente a partir de ellas, me contestó lo último que yo esperaba oír: “no he aprendido mucho, pero ellas me dicen por donde tengo que ir; y la arena también”. Decidí no preguntarle nada más respecto a eso; no porque no me interesase –que me apasionaba-, sino porque me di cuenta de que, por mucho que él intentase explicarse, no le iba a entender. Yo, una acomodada ciudadana del estado español, era completamente incapaz de entender que las estrellas, o la arena de un desierto, te guiaran hasta donde querías ir.

Alí era nómada. Nunca vivían más de uno o dos años en la misma parte del desierto –motivos laborales-, así que supongo que el Sahara sería para él como un hermano, y desde luego un hermano te diría cuál es el camino para llegar a casa.

18.junio.2010

Esta mañana hemos ido al pueblo de Sabrina. Adel realmente tiene un sentimiento muy paternal conmigo; nos ha enseñado las fotos de sus hijos –todos preciosos- y de su mujer. Supongo que debe ser duro para toda la familia que Adel pase tanto tiempo fuera de casa (por trabajo), meses enteros; con niños de tres meses, Joseph, y de seis añitos, cuyo nombre no recuerdo –aunque la traducción al castellano era preciosa.

Después de Sabrina hemos ido a visitar Nouil, la zona más pobre de todo Túnez. Realmente era para llorar. O ni siquiera eso, porque llorar allí no sirve de nada. Era para pensar. Pensar, y mucho.

Nouil es un pueblo, casi una aldea, que está en pleno desierto, entre duna y duna de arena. Hemos dado una pequeña vuelta con la gente de allí –había un montón de niños y niñas pequeños, todos guapísimos.

De vuelta a Douz me he comido la mejor sandía de toda mi vida, y hemos estado cotilleando el mercadillo. Ha sido un momento espeluznante cuando, de golpe, las campanas de la mezquita han empezado a sonar: era la hora de rezar al mediodía. Los hombres han dejado las tiendas abiertas (reconozco que no todos, pero más de dos y de tres), y han ido hacia la mezquita.

Adel me ha tirado agua por encima y me ha regalado una concha fea y muerta.

Estoy en pleno desierto (he venido caminando), con Jordi –uno de los compañeros con los que tengo más afinidad del grupillo de turistas intrépidos. Hace muchísimo calor, hay muchísima arena y me he quemado la cara. Pero lo más hilarante de todo es que me he dejado el agua en el hotel. ¡Oh!, y que he venido en chanclas, y la arena quema muchísimo. Tal vez consiga ponerme algo morena –tal vez-; y acabo de descubrir que el tatuaje de hena apenas se ve.

Nos hemos sentado a la sombra de un palmeral, bajo una palmera inmensa; un oasis artificial.

Sopla el viento, y éste es el único sonido que hay.

Estoy bien, nada me falta.

Nada me puede turbar.

Protegida mi cabeza y mi alma.

La calma sopla y el viento golpea,

y yo ya no puedo ni pensar.

Al volver nos hemos cruzado con unos cuarenta dromedarios, tumbados en la arena y completamente solos. Nos hemos acercado –Jordi fue un valiente boy scout- y los hemos empezado a tocar y a hablar. Me hacía mucha gracia la cara con la que nos miraban.

Poco después nos hemos perdido. Teníamos una inmensa dura como referencia para volver al hotel, pero con el viento que hacía la duna ya no estaba; así que no teníamos referencia ni ninguna idea de por dónde ir. Arena. Mirases donde mirases solamente había arena: fue allí donde aprendí que el Sahara, a la par que precioso, es muy temible –y mortal.

Por suerte, tras algo más de media hora de un deshidratación y un insolación serias, nos cruzamos con un hombre y un dromedario, que muy amablemente nos salvo la vida indicándonos hacia donde estaba el hotel (en señas, desde luego), mientras no paraba de hacer símbolos que interpreté como un “no salir del hotel sin agua, turistas descerebrados”.

He llegado a la habitación del hotel y me he duchado. Ahora estoy en un bar, tomándome un delicioso té con menta mientras mi madre echa la siesta.

Mientras tomaba el té he aprovechado para aprender un poco de historia sobre Túnez.

En el año 1994, se hizo un fondo nacional de solidaridad. Tanto el Gobierno como los mismos habitantes de Túnez del Norte (la parte rica), dieron dinero para mejorar las condiciones de vida de Túnez del Sur. Así, en el sur, se han podido construir infraestructuras de carreteras, escuelas de educación primaria, hospitales… Todo esto era muy necesario, sobretodo el sector de educación: la población del sur Túnez es muy joven (un 50% aproximado no llega a los veinte años, y la gran parte de este 50% viven al sur del país). El enseñamiento, en Túnez, es obligatorio de los seis a los dieciséis años, por eso se intentan construir escuelas primarias en todos y cada uno de los pueblos, para que nadie quede privado de esta obligación que es instruirse –mínimamente. Las universidades, como en España, están en las ciudades más grandes, y a pesar de que todas son públicas y gratuitas, las de mejor calidad están al norte del país. No obstante, el gobierno da oportunidades a los jóvenes del sur de estudiar en universidades del norte dándoles alojamiento gratuito e, incluso, a veces, les ofrece la posibilidad de comer en los comedores de las universidades de forma gratuita. También se les da becas de cincuenta dinars al mes. Por otro lado, los médicos tienen la opción no hacer el año de servicio militar (obligatorio a partir de los veinte años) a cambio de ejercer durante un año al sur del país; los maestros también gozan de esta oferta, aunque su labor se extiende a cinco años.

Esta noche hemos vuelto a quedar con Bob, Alí y los demás: nos han enseñado un bar de jóvenes cerca del hotel, donde hemos tomado algo y fumado shisha. Otra noche a tener en cuenta, sobretodo porque fuimos a la misma duna –algo imposible, por cierto- que la noche anterior, y vimos salir el sol.

El viaje llega a su fin, y para acabar me gustaría atarlo y dejarlo cerrado. Empecé este viaje leyéndome de The Godfather –de Mario Puzo-, y he acabado el viaje poco después de acabarme el libro; así que quiero acabar esta pequeña crónica con una cita de The Godfather:

Sólo la muerte podía doblegar su voluntad. O la razón.

©Tim William. 29.15.11

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